El despertador no había sonado como solía hacer, pero aquel era su premio por trabajar hasta bien entrada la madrugada. Se desperezó y saltó de la cama de un brinco. Vivía en un piso que le doblaba la edad, las paredes olían a humedad y la madera crujía bajo sus pies. Sus escasos objetos personales cabrían en un neceser, pero sentía que era su hogar, al menos, de momento.

Dos pasos le bastaron para situarse ante la puerta de entrada. Revisó la harina que había esparcido por el suelo, el vaso repleto de bolitas de metal que descansaba sobre el pomo y la cerradura triple. Pese a ser unos mecanismos de seguridad algo rudimentarios, le ofrecían tranquilidad. Había aprendido a evitar cualquier dispositivo electrónico susceptible de ser hackeado. No en vano era la mejor experta en burlar los de los demás.

Al pisar la cocina, le pareció que a la luz de media mañana le faltaba vida, pero le dio pereza encender la bombilla que colgaba del techo. Consultó el móvil. Estaba muerto. Lo lanzó sobre el rincón del desayuno y dio un bufido. Luego lo arreglaría. Resistió la tentación de dirigirse al comedor rehabilitado como zona de trabajo. Antes se obligaría a alimentar el estómago. Sacó una magdalena de una bolsa y le dio un mordisco. Acercó un vaso al grifo, pero solo consiguió que las tuberías emitieran un lastimero quejido y mojarse la camiseta.

Optó por abrir un botellín de agua para saciar su sed. No llegó a acercárselo a los labios. Le resbaló entre sus dedos y cayó al suelo esparciendo su contenido. Su corazón empezó a latir con fuerza. No entendía. La respiración se le aceleró. Dio un paso atrás. Quería alejarse, pero la mirada clavada en la encimera le mantenía allí de pie. Pasaron unos segundos, o quizás una eternidad, antes de que sus pies reaccionaran y corrieran hasta su habitación. La ventana de acceso al patio de luces estaba cerrada. Se acercó a la puerta de entrada y volvió a revisarla con atención. Se llevó las manos a la cabeza. Se dio la vuelta y aprovechó el regreso a la cocina para buscar micrófonos o cámaras de vigilancia en las desnudas paredes del diminuto piso. Nada. La ventana que daba a la calle también permanecía cerrada.

Se inclinó hacia la encimera, alargó la mano y con dedos temblorosos alzó hasta sus ojos una hermosa manzana verde. Una manzana que, al irse a dormir, no estaba allí.

—¿Quién te ha dejado aquí? —Preguntó, aunque lo que más le inquietaba era desconocer ¿Quién había conseguido burlar la seguridad de su bunker?

La observó con atención mientras acariciaba su piel. Se le dibujaron unas líneas verticales entre las cejas «¿Por qué una manzana verde? ¿Qué significará?» Torció la cabeza quizás para intentar ver la situación desde otra perspectiva. Se preguntó si estaría relacionada con la rosa que el miércoles alguien insertó en su buzón. Bajo sus gruesas capas de desconfianza y lejanía, por un momento, había latido el deseo de que fuera iniciativa de algún vecino tímido. Pero el jueves fue una humeante taza de café en el umbral junto a la compra que recibió del supermercado. La ilusión por un admirador secreto se transformó en miedo a ser el blanco de un acosador. Aquella mañana una inocente manzana evidenciaba el acceso ilegal a su piso y avivaba su paranoia.

Una rosa, un café y una manzana. Se preguntaba si un acosador tendría la habilidad de burlar su seguridad, pero su mente de hacker, lo dudaba. Rosa, café, manzana. ¿De qué le sonaban aquellas tres palabras?

—¡Ay madre!

Se lanzó sobre uno de los ordenadores y sus dedos volaron sobre las teclas. La respuesta no tardó en aparecer ante sus ojos. Se echó atrás. The Apple Coffee, propiedad de James A. Rose. Apple, Coffee, Rose. Manzana, café, rosa.

Deseó que fuera una casualidad, pero no creía en casualidades. Alguien la acosaba, desde luego, pero ese alguien estaba relacionado con su trabajo y en concreto, con el encargo de un cliente: James A. Rose.

Le recordaba. Acostumbrada a actuar contra políticos o periodistas aquel encargo fue fácil. Debía acceder a la agenda de un tal Black Raven, encontrar la fecha de una importante reunión, activar el micrófono de su smartphone y grabar el encuentro. Aquella misma tarde, envió el audio a James A. Rose sin haberlo escuchado. Lo que hiciera con ello, no era de su incumbencia… aunque quizás ahora sí lo fuera.

¿Su cliente pretendía asegurarse la confidencialidad asustándola? Torció una sonrisa. Sus ágiles dedos golpearon de nuevo el teclado. Contraatacaría. Varios listados asomaron en sus monitores. Sin movimientos en las tarjetas de crédito ni en su teléfono o cuenta bancaria desde el miércoles. Buscó otro tipo de información y cuando la consiguió, tragó saliva. Un artículo en el periódico digital informaba de la muerte en extrañas circunstancias de su cliente. Hacía dos días que el reputado empresario montó en cólera al encontrarse una hermosa manzana verde sobre la mesa de su despacho y exigió a sus empleados conocer quién era el autor de la broma. Un par de horas después, Rose se lanzaba al vacío. Eva se apoyó en el respaldo de la silla. «Si Rose murió el miércoles no pudo ser él quien me dejó el café ante la puerta ni la manzana en la cocina» concluyó. Empezó a notar cómo le resbalaba el sudor por la espalda. Solía borrar su rastro entonces ¿cómo la habían encontrado? Se inclinó de nuevo sobre el teclado ¿Quién era realmente Black Raven?

La investigación terminó antes de empezar. Torció la cabeza. Un siseo. Intentó localizar el origen de aquel siseo que había puesto sus sentidos en guardia. Se levantó y se alejó de la zona de ordenadores. Era un sonido continuo apenas audible entre una débil vibración. Se acercó al fregadero. Levantó la cabeza y esbozó una sonrisa de suficiencia. El extractor de humos de la cocina era el culpable. Apretó el interruptor para pararlo, pero se puso en marcha. Se le borró la sonrisa. ¿A qué olía? Acercó la nariz y tosió. Era un olor sutil incapaz de identificar pero que por alguna razón le hacía estremecer. Entraba a través del extractor. Se tapó la boca con el interior del codo. Corrió hasta la ventana de la sala de ordenadores y la abrió. No entró aire. No escuchó el ruido de los coches. No se oían las voces de los niños jugando en el patio de la escuela. Veía borroso. Se frotó los ojos, pero nada cambió. Alargó la mano y ahogó un grito. Volvió a alargar la mano. Su respiración se agitó. Había plástico pegado a su ventana que le impedía sacar la cabeza. Quiso desgarrarlo con sus uñas, pero fracasó. Tosió. El siseo continuaba y el olor se expandía haciéndose más evidente.

Abrió el armario de la despensa. Sacó la caja de cereales, lanzó el contenido y se quedó con el cartón. Regresó a su oficina. Buscó en los cajones hasta que encontró un rollo de cinta de embalar. Con el cartón y el adhesivo tapó los orificios de la vieja campana extractora. Tenía que impedir que aquel gas contaminara su aire. Respiró aliviada. Lo había conseguido.

Se encaminó hacia el dormitorio para abrir la ventana, pero frenó a medio camino. Escuchaba de nuevo el siseo. «¡El aseo!» Tapó el desagüe de la ducha y del lavabo, pero aquel sonido atravesaba sus tímpanos y continuaba amenazándola. Se lanzó sobre la tapa del WC y lo selló con la cinta de embalaje. Regresó al pasillo. Apretó los labios. Aún no había terminado. Pegó cinta en las rejillas de ventilación del pequeño piso. Tosió. Lo había conseguido, pero necesitaba renovar el aire. Antes de pisar el dormitorio vio la oscuridad que lo invadía. Encendió la luz. Una masa amarillenta como espuma aislante cubría la parte exterior de los cristales. El calor era asfixiante o quizás solo fuera la desagradable sensación de pérdida de control. Cerró los puños y las uñas se le clavaron en las palmas. El suelo crujió bajo sus pies y le ayudó a salir de su perplejidad.

Metió su monedero electrónico para criptomonedas en una mochila ya preparada con ropa. Corrió hasta la zona de ordenadores y añadió el portátil a su reducido equipaje. Sus dedos volvieron a volar sobre un teclado hasta que se le nubló la vista. Parpadeó. Observó su índice inmóvil en el aire a pocos centímetros del botón que daría la orden que nunca había esperado dar: autodestrucción. Se secó los ojos con el brazo. Contó hasta tres y apretó. La cuenta atrás había empezado. Disponía de diez minutos para salir de aquella ratonera sino quería que una pequeña explosión la alcanzara de lleno.

Apartó de un manotazo el vaso con las bolitas metálicas de la puerta y abrió los cerrojos. Movió el pomo y tiró hacia ella. La puerta no se abrió. Apoyó un pie en la pared y volvió a tirar con fuerza, pero la puerta seguía sin moverse. El corazón bombeaba acelerado. Acercó la cara. Alguien había sellado la puerta al marco. Le dio una patada. Descartó hacerle un boquete: era blindada.

Percibió un segundo olor acompañado por el débil sonido de burbujeo y la alarma se disparó de nuevo en su cabeza. Vio de reojo movimiento en el dormitorio. El corazón le latía en las sienes. Volvió la cabeza en su dirección. La habitación estaba a oscuras. Su cuerpo se tensó. Algo se movía. Contuvo la respiración. Dio un paso adelante, alargó el brazo más por curiosidad que por valentía y encendió la luz. Una masa amarillenta se expandía y doblaba su volumen en contacto con el aire. Sus ojos miraron en derredor. Buscaba una solución. Su dormitorio había quedado reducido a la mitad. Cerró la puerta y la selló con la cinta de embalar.

Le llegó el sonido de algo metálico al caer al suelo. Se volvió. Alguien aprovechaba el agujero de la mirilla para introducir aquella masa amarillenta. Quiso tapar el tubo con la mano, pero al instante quedó cubierta. Aquella sustancia entraba con demasiada presión. El pasillo pronto se quedaría sin espacio… ni aire. Corrió hacia la cocina.

Las cañerías rugían como un viejo transatlántico fantasma hasta que el grifo explotó. Se agachó para protegerse. Al levantar la cabeza, la sangre se le heló. El fregadero se había llenado de aquella masa amarillenta que a cada segundo que pasaba se expandía y avanzaba sin piedad. Se subió sobre la encimera y estiró el brazo para cerrar el grifo de paso, pero se había bloqueado.

Miró a su alrededor. Se llevó las manos a la cabeza. No podía cancelar la autodestrucción. Calculó que quedarían cuatro minutos antes de que el contenido de su piso volara por los aires y unos tres antes de morir engullida por la masa.

«¡La ventana!» Recordó que solo la cubría un plástico, pero al acercarse ya no había plástico sino masa amarilla. Por suerte, aún no se había colado al interior del piso. Alargó la mano y la tocó. Parecía estable y no aumentaba su volumen. Empujó hacia afuera. Era de tacto pegajoso, pero no cedía. Rascó con las uñas y arrancó algunos trozos. Volvió al fregadero antes de que la masa alcanzara el cajón de los cubiertos. Consiguió hacerse con un cuchillo y una cuchara.

Era consciente de que vivía en un séptimo piso, pero si conseguía abrirse camino hasta el exterior, podría pedir ayuda y lo más importante, respirar. Después, ya decidiría si trepar hasta el vecino del piso superior era, o no, una buena idea.

A pocos metros detrás de su espalda, la cocina empezaba a llenarse de masa y avanzaba descontrolada hacia la zona de ordenadores y de su posición.

Clavó el cuchillo y cortó un recuadro por el que calculó podría salir. Quitó masa con la cuchara. El esfuerzo le hacía jadear, pero excavaba. Excavaba y arañaba tan rápido como podía. Volvió la vista. La masa ya ocupaba el ochenta por ciento del espacio detrás suyo. El ordenador empezó a pitar. Quedaban dos minutos para la explosión que borraría cualquier rastro de su presencia allí. La masa se acercaba. Ya solo le quedaba medio metro de aire por detrás. La masa avanzaba. Entró en el agujero. La masa era más gruesa de lo que esperaba. Excavaba con la cuchara y las uñas. Rasgaba con el cuchillo. Anhelaba salir, respirar, salvarse. La masa había llegado hasta la ventana. El aire se terminaría en menos de un minuto. Clavó el cuchillo y entonces, el amarillo se volvió azul. «¡El cielo!» Ahí estaba, lo había conseguido. Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras reía con desespero. Sus dedos trabajaron con más ahínco. Podía sentir el aire fresco del exterior. La apertura se hizo mayor. Sacó la cabeza y respiró en profundidad. Rio. Lo había conseguido.

Los arquitectos de mente retorcida que habían diseñado su asesinato no habían considerado su mente superior ni que utilizaría la ventana de la cocina para salvarse. Sonrió. «¿Por qué no me asesinaron mientras dormía? Habría sido fácil y se hubieran evitado montar este numerito». Su rostro se contrajo en una mueca. Al igual que hizo Rose, esperaban que se suicidara, concluyó. La diferencia estaba en la masa amarillenta de su piso. A su cliente no le llenaron el despacho de masa. Se suicidó sin más. A no ser… Sus ojos se abrieron como platos. Estiró la mano hacia la masa que la rodeaba y que tocaba su cabello, sus pies, sus rodillas.

—No puede ser…

Pero todo encajaba. El agujero por donde veía el cielo se hacía más grande. Era una posibilidad pero que a cada segundo que pasaba le encontraba más sentido. Habían jugado con ella. La habían tratado como una rata de laboratorio encerrada en un laberinto. ¿Cómo conseguir que la rata encontrara la salida? Bloquear el paso hacia las otras opciones.

—Querían que saliera por esta ventana… Siempre ha sido la única opción.

La respiración se le agitó. El agujero ante ella ya tenía su anchura. La masa que la envolvía parecía diluirse. El corazón le latía desbocado. Recordó aquel siseo, el extraño olor y la posibilidad de que introdujeran una droga alucinógena. La imagen de sus desesperados movimientos le pareció tan ridícula que reprimió las ganar de reír. Aquella masa pegajosa solo estaba en su imaginación.

Miró hacia abajo. Las viejas cuerdas de un tendedero atornillado a la pared era el único soporte que le impedía caer al vacío desde un séptimo piso. El pitido apremiante de la autodestrucción le golpeaba el cerebro. Volvió la cabeza. Escuchó una detonación y se vio impulsada hacia adelante. Ya nada la sostenía. Sus intentos por sujetarse en el aire fueron vanos. Gritó mientras caía porque ya solo podía gritar e imaginar los próximos titulares: un nuevo caso de suicidio termina con la vida de una joven.

Black Raven ganaba.