
Se ahogaba en aquella residencia geriátrica. Añoraba el contacto con el frío y el aire del monte. Su roce con la piel, la curtía y la arrugaba, pero llenaba su alma de vida. Recordó la agradable sensación de cerrar los ojos en aquellos parajes a mil metros de altura y percibir tan solo el sonido del cencerro de su rebaño de ovejas. ¡Cuánto echaba de menos a su perro pastor!
Las fuertes manos de Luís cerraron la puerta del gimnasio con delicadeza. Ejercitar brazos y piernas le ayudaba a desentumecer los músculos, pero nunca podría sustituir sus largas caminatas por la montaña. Se caló la gorra y arrugó la nariz. En aquel momento de su vida, si quería disfrutar del sonido de las hojas de los árboles tenía que acercarse al parque, aunque también andar por esas calles de la gran ciudad saturadas de desconocidos, de cláxones y de polución. ¡Cuánto echaba de menos el monte!
Entonces, los vio. Esos dos habían regresado y hablaban con la directora del geriátrico. Supuso que se moverían como pollos sin cabeza durante varios días, pero quizás les había subestimado y eran más listos de lo esperado. Abandonó la idea del parque. Debía darse prisa. Se bajó la visera hasta taparle medio rostro y avanzó por el pasillo. Se suponía que ningún residente conocía la inesperada muerte del joven enfermero durante la madrugada. Él no podía demostrar ser la excepción.
El olor rancio a vejez le recibió al cruzar la sala donde sus compañeros dormitaban sentados ante un televisor encendido durante horas. Aborrecía respirar ese ambiente triste, pero se repetía a diario que las circunstancias eran las circunstancias. Esquivó a María y su obsesión por abrazar a todo aquel que se cruzara en su camino. La aguda y animada voz de una de las cuidadoras hizo vibrar sus tímpanos. Aceleró el paso. Bordeó la cocina y aspiró el aroma que desprendía. Volvía a tocar aquella sopa con fideos pasados de cocción. Frenó una mueca de disgusto, pero no sus zancadas. Al pasar junto a la enfermería, se obligó a mirar al frente y a acelerar el paso hasta que se detuvo ante la escalera que le llevaría al piso superior. Prestó atención a las voces que le llegaban. Calma y normalidad. Se permitió echar un rápido vistazo a la enfermería. Permanecía cerrada a cal y canto. Sobre las tres de la madrugada el cuerpo inerte de David fue hallado allí por una auxiliar que regresaba del ala de los residentes dependientes. Luís se lo imaginó inclinado sobre la mesa junto a una taza de café frío. Se preguntó qué ocurriría cuando la noticia rompiera el frágil equilibrio que se respiraba en el geriátrico y se extendiera como la pólvora.
Sus ágiles piernas le acercaron a su habitación con rapidez. Le hubieran bastado dos pasos para cruzarla, pero se detuvo ante la cómoda, su pequeño altar. Conservaba la foto de su mujer e hijo. Sus grandes ausentes. La acarició. «Qué guapa está Carmen con ese vestido de domingo», se dijo. Mateo sonreía. A pesar de las dificultades, sonreía. Soltó un suspiró. Qué lejos quedaban esos tiempos felices o, quizás su triste solitud había distorsionado los recuerdos y terminó por creer que habían sido felices.
Entonces, recordó qué le había llevado hasta allí. Fue al baño privado, se acercó a la ducha y agarró el bote de gel. Vertió su contenido en el lavabo hasta que asomó una jeringuilla de insulina vacía. La visión de aquel pequeño y delgado objeto le pareció irreal. La apartó. Abrió el grifo al máximo y removió el jabón con los dedos. Mala idea. La espuma dobló su volumen. Movió la mano para intentar que el desagüe la eliminara con rapidez. De pronto, unos golpes sonaron en la puerta. «Ya están aquí». Vaciló un instante antes de cerrar el grifo. Usó la toalla para secar la jeringuilla y, aferrado a ella, se acercó a la mesita de noche. Abrió el estuche para gafas y guardó en su interior aquel objeto que podría alejarlo de la libertad para el resto de su vida.
—Señor Vila, policía. Queremos hablar con usted.
El septuagenario clavó la mirada en la puerta.
—¡Voy! —gritó, mientras sentía deslizarse el estuche por el bolsillo de sus pantalones.
Abrió con lentitud. Ante él, dos personas le observaban. Al fin ponía cara al policía encargado de la investigación. El hombre se presentó como subinspector Álvaro Sánchez e hizo lo mismo con su compañera, la subinspectora Sara Jiménez. El anciano les hizo pasar.
—Esta madrugada han hallado muerto al enfermero David… asesinado. —Dijo el subinspector, sin tapujos.
—¿David? ¿Asesinado? Pero… ¿cómo? ¿Fueron esos vagos que se reúnen en los bancos de la esquina?
El subinspector hizo una mueca de rechazo.
—No parece que forzaran ninguna puerta o ventana. Las cámaras de vigilancia no grabaron a nadie rondar por el perímetro del edificio así que el asesino ni entró ni salió. Es fácil llegar a la conclusión de que el asesino es alguien que pasó la noche aquí.
—¿Puede decirnos si David solía discutir con algún compañero o residente? —preguntó la subinspectora Jiménez.
—No creo. Las mujeres sonreían y reían sus gracias, pero también era delicado con todos. Dudo que las tres semanas que estuvo aquí fueran suficientes para crearse envidias. —Movió un dedo, pensativo—. Ahora que lo pienso… sí había un abuelo que siempre le respondía con gritos o enviándole, ya sabe, lejos. Las malas lenguas dicen que maltrataba a su mujer y a sus hijos.
—¿Tiene nombre ese señor? —preguntó la subinspectora Jiménez.
—Si, Rafael no sé qué. Vive dos habitaciones más allá, pero va en silla de ruedas y lleva pañales.
El subinspector Sánchez expulsó el aire, molesto.
—Al enfermero le mataron a pocos metros de aquí. Señor Vila, ¿dónde se encontraba esta madrugada entre la una y media y las dos?
El anciano levantó las cejas.
—¿Sospechan de mí?
—Responda, señor.
—Durmiendo o meando, subinspector. La próstata también envejece.
Álvaro Sánchez forzó una sonrisa carente de alegría.
—¿Qué medicación acostumbra a tomar?
—Supongo que ya lo saben: ninguna
—¿Sabía que el enfermero David Fugardo era hijo del juez Fugardo Tena?
Los dedos de Luís presionaron el estuche a través del tejido del pantalón.
—A mí no me contó nada de su vida privada. Se centraba en saber cómo nos encontrábamos y en ofrecernos un poco de la humanidad que todo anciano necesita.
—Ya… me parece una deliciosa casualidad que David fuera hijo del juez y que usted viva aquí.
—Pues ya ve. Las casualidades existen. Vivo aquí desde hace dos años.
—¿Mató a David Fugardo?
El anciano dio un respingo.
—¿Se ha vuelto majareta?
El subinspector dio un paso hacia el anciano.
—Fíjese que estoy buscando al asesino del hijo del juez —volvió a forzar una sonrisa—. Siempre es bueno tener a un juez agradecido. Así que no pararé hasta encontrarlo. Y créame cuando le aseguro que voy a encontrarlo.
Volvió la cabeza hacia su compañera para leer las notas que había estado tomando.
—Me sorprendió descubrir que la única persona de aquí con un vínculo con el enfermero era usted. Si le sumamos el hecho de ser el residente más joven del geriátrico y, por ende, más ágil comprenderá que le consideremos sospechoso de asesinato.
El policía dio un paso adelante y su rostro quedó demasiado cerca del del anciano.
—Dígame, ¿robó una jeringuilla de insulina de la enfermería?
—No
El subinspector dirigió una larga mirada a aquellos ojos rodeados de profundas arrugas antes de asentir lentamente y dar la espalda al viejo.
—Hace una semana que se extravió un par de jeringuillas de insulina en la enfermería. Si una se usó para cometer el crimen entonces indicaría premeditación —se volvió hacia el antiguo pastor de ovejas—. Díganos, ¿cómo lo hizo? ¿Se levantó, bajó a la planta baja y vio la oportunidad que anhelaba para cargarse al enfermero?
El rostro de Luís se coloreó de bermellón.
—¿Es que se ha vuelto loco?
—¿Ya sabe que la científica está buscando huellas en todos los contenedores de jeringuillas? pero si nos informa dónde tiró la que usó para asesinar a David, cerraremos el caso hoy mismo.
El ruido de algo al caer al suelo resonó en la habitación. Luís tocó el bolsillo del pantalón. Estaba vacío. Se tensó. Dudaba entre bajar la mirada hacia el estuche o mover el pie para esconderlo bajo la cama. Ambas soluciones podían alertar al policía.
Con el sudor resbalando por su frente, el septuagenario se inclinó hacia adelante con una dificultad simulada. Estiraba y movía los dedos hacia el suelo como si le costara alcanzar el estuche para gafas.
—Espere, señor, yo lo recogeré. —La subinspectora Jiménez se agachó con la agilidad que confiere la juventud y se lo entregó.
—Gracias, muy amable señorita —le sonrió, aliviado—. Estas piernas ya no son lo que eran.
Abrió el cajón de la mesita de noche con la intención de guardar el estuche en el interior.
—¿Se han roto las gafas? —preguntó el subinspector Sánchez mientras anotaba algo en su móvil.
El anciano lo miró con cautela antes de abrir el estuche con sumo cuidado. Sus manos temblaban.
—Ha habido suerte. No se han roto. —Soltó un suspiro.
Álvaro Sánchez se acercó a la cómoda y agarró la fotografía donde Luís posaba junto a su esposa e hijo. Después de observarla durante unos minutos, dijo:
—Créame que lo entiendo. Pero dígame ¿lo ha hecho por venganza o porque no soportaba ver el doble de la cara del juez cada fin de semana?
Durante unos largos segundos, el silencio ocupó el pequeño dormitorio.
—Mire, subinspector Sánchez —Luís había bajado el tono de su voz—. Perder a un hijo es terrible. Produce en tu pecho un dolor inmenso, difícil de calmar. ¿Cree sinceramente que desearía lo mismo a otro padre?
El subinspector se guardó el móvil en la chaqueta y concluyó la entrevista con un leve gesto de mano acompañado por un seco «Estaremos en contacto». Cerró la puerta de la habitación algo más fuerte de lo esperado.
Luís esperó unos minutos antes de asomar la cabeza al pasillo. Procuró no pensar en Aurora. La investigación policial habría descubierto la sospechosa muerte ocurrida en su anterior empleo en una residencia de ancianos y, posiblemente, la someterían a un intenso interrogatorio.
Salió a la calle en busca de la parada de autobús. Inspiró el aire del exterior con la esperanza de deshacer el nudo que sentía en el estómago. Avanzó con rapidez por las dos manzanas que lo separaban de la impunidad. Agarraba con fuerza el estuche que escondía en el bolsillo del pantalón. Agradeció la puntualidad del autobús. Se sentó en uno de los asientos reservados para mayores y se dedicó a observar las calles repletas de coches. Quería relajarse, pero notaba el cuerpo tenso. En la ventanilla observó el reflejo de su cara y se sorprendió al no reconocer al hombre que lo miraba. Era viejo, tenía el rostro arrugado y una feroz mirada en sus ojos. No se permitió reflexionar sobre lo ocurrido pero el recuerdo de David regresó a su mente. Fue fácil alejarlo de su taza de café y fue fácil echar los dos Orfidal picados dentro sin que nadie lo viera. Era lo que tenía confiar en un desconocido. Esperó paciente en su habitación a que el joven enfermero se durmiera. Luís echó un vistazo al reloj. El autobús seguía el horario, aunque él desearía que se saltara las paradas. David volvió a ocupar su atención. Repasar lo ocurrido le ofrecía una agradable sensación difícil de explicar. Acostumbrado a vacunar las ovejas y a sacrificarlas, desnudarle el pie para pincharle insulina entre dos dedos, fue fácil. Los labios dibujaron una leve sonrisa. «Los humanos son como las ovejas», se dijo, «solo hay que conseguir su confianza para que te obedezcan». Aún sentía en su mano el tacto de su pie. Lo agarró como si fuera la pata de una oveja descarriada. Su hipoglucemia hizo el resto.
Bajó del autobús y cambió de línea. Pronto el tránsito dejó de ser denso y los edificios de viviendas se transformaron en grandes enjambres de cemento gris y ropa tendida en las ventanas.
Años de operaciones, fisioterapeutas y natación para que al llegar a la vida adulta pudiera llevar una vida lo más normal posible. Ortogénesis imperfecta o la enfermedad de los huesos de cristal. A pesar de las dificultadas, su hijo luchó por sus sueños. Se mudó a la gran ciudad, se echó novia y ese fatídico día iba a recoger las llaves de su primer piso en común. Maldijo una vez más la mala suerte de vestir una camiseta del mismo color que la de un delincuente. Dos robustos policías que perseguían un ladrón, una confusión de identidad y un placaje que provocó en Mario múltiples fracturas. Con las costillas hechas puré, sencillamente, dejó de respirar. Nada pudieron hacer para salvarle la vida.
Luís bajó en la parada de un barrio desconocido. Miró a su alrededor. A escasos metros, los restos de un coche quemado y abandonado esperaban que alguien se dignara a ocuparse del tema. Un par de furgonetas antidisturbios rondaban las calles. Se caló la gorra y caminó a paso ligero entre los marginales habitantes de la zona. Al llegar a un parque ocupado por toxicómanos se paró. Echó una mirada a su alrededor. Sacó el estuche para gafas del bolsillo y lo abrió. La jeringuilla que había contenido insulina descansaba ajena a los efectos que había causado. La observó unos segundos antes de dejarla caer al suelo. Se mezclaría entre decenas de jeringuillas tiradas por aquella zona donde los niños ya no jugaban. Alguna ONG la recogería y su rastro se perdería para siempre. Jamás encontrarían el arma del crimen. Reconocía que el enfermero le era simpático pero la ira que sentía hacia su padre el magnífico juez Fugardo Tena, le sobrepasaba. La policía buscaría hasta el agotamiento, pero nunca hallarían el culpable de la inyección mortal. Tuvo que esperar cinco años antes de escuchar la sentencia del juez: no culpables. Ahora ese mismo juez sentiría en sus carnes la rabia e impotencia de un padre a quien le han arrebatado un hijo. «No existen culpables. Fue un lamentable accidente». Un lamentable accidente… Los músculos de su envejecida mandíbula saltaban por la tensión. Tan solo pedía algo de comprensión, empatía, un… lo siento.
El chirrido de unos frenos a su espalda le pusieron en alerta.
—No debería pasear por aquí, señor Vila. Es demasiado peligroso.
Luís dio un respingo. Había reconocido la voz y por un momento le había parado el corazón. Volvió la cabeza con suma lentitud y miró sobre sus hombros. La subinspectora Jiménez había bajado la ventanilla de su coche y lo observaba con una extraña sonrisa en los labios. El anciano se acercó.
—Subinspectora Sara Jiménez. ¡Qué sorpresa!
—Está muy lejos de casa.
Luís asintió en silencio.
—¿Quiere que le acompañe a la Residencia, señor Vila?
—¿Dónde ha dejado al subinspector?
La subinspectora puso los ojos en blanco.
—Ese idiota ha detenido a Aurora, la auxiliar. Está empeñado en demostrar que ella asesinó al enfermero. Anda sube que te llevo.
Al subir al coche, el anciano se ajustó el cinturón de seguridad y se giró hacia la conductora.
—¿Y mi nieto?
—En casa con mi madre. Buen trabajo, Luís. Por cierto, tengo noticias: por fin han aceptado mi traslado. Me voy el mes que viene.
—¡Gracias a Dios! Ya no soportaba estar por más tiempo en una gran ciudad.
