© Todos los derechos reservados

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Título: Intención oculta

© Pilar Castán

Registro de la Propiedad Intelectual: 02/2020/3034

Edición publicada en octubre del 2020

Segunda edición en abril de 2021

Diseño de portada y contraportada: Alexia Jorques

Maquetación: Alexia Jorques

A Gabriel, por su apoyo.

1

Fueron ágiles al saltar el muro. Cruzaron la finca a pasos cortos pero ligeros. La conocían. La habían estudiado. Un encapuchado levantó el puño. El resto se paró y apoyó una rodilla en el suelo. Esperaron. La puerta fue forzada en segundos. La alarma, neutralizada. Otra señal de mano y las tres sombras accedieron al interior del chalet.

Un par de oscuras siluetas se dirigió en silencio hacia el salón. Miraron a su alrededor. Debían asegurarse de que estaban solos. Luego, fueron derechos hacia la pared del fondo. Con sumo cuidado, dejaron sus mochilas en el suelo. Se arrodillaron. Con mano firme, uno de ellos extrajo un detector. Los cuadros tenían alarma, como era de esperar. Volvieron la mirada hacia la puerta. Oscuridad. Silencio.

Burlaron la seguridad con facilidad y rapidez. En unos minutos, habían descolgado dos de las pinturas y las protegían con una manta. Atentos al menor ruido, volvieron sobre sus pasos para abandonar la mansión.

Una furgoneta negra les esperaba con el motor encendido. Subieron. Sin quitarse la capucha, intercambiaron una mirada. Sudaban. Deseaban largarse de allí, sin embargo, debían aguardar al miembro rezagado.

El dormitorio principal permanecía en penumbra. Una pareja de mediana edad dormía plácidamente ajena a cuanto sucedía a su alrededor. Aunque ya poco importaba. Indefensos, desprotegidos, nada podían hacer para evitar su destino. Una inquietante silueta de fría mirada estaba de pie junto a la cama. No hubo titubeo ni parpadeo. Con pulso firme, acercó la pistola al entrecejo del hombre mientras apretaba el gatillo. Sus ronquidos se acallaron para siempre. Los de su esposa, también.

2

Eran poco más de las nueve de la noche cuando Ester Soler entraba en el vestíbulo. Cogió el ascensor y subió hasta la segunda planta como lo venía haciendo desde hacía varios años. Pero ese domingo, sus pequeños ojos color castaño tenían un brillo inusual.

Al andar, sentía que sus pies pisaban las nubes. Sus retinas ahora observaban el mundo a través de un filtro en tonos pastel. Los problemas parecían haber empequeñecido, y ningún producto de belleza conseguiría igualar la luminosidad que su rostro emanaba. Su cuerpo estaba en Terrassa, pero su mente se encontraba a cien kilómetros de distancia, en Girona.

Tan solo habían pasado dos horas desde que se separaron y ya lo echaba de menos. Deseaba con todo su ser volver a ser besada, acariciada y abrazada. Fundir en uno los dos cuerpos. Se notaba embriagada de felicidad. Sus labios dibujaban una sonrisa bobalicona, su mirada se perdía en el infinito y su boca exhalaba un profundo suspiro.

Pero volvió a la realidad en cuanto salió del ascensor y el canto de una caja de madera se clavó en su espinilla. Soltó un quejido. Levantó su respingona nariz y observó a su alrededor. El rellano estaba atestado de cajas de mudanzas. De los cuatro pisos de su planta, el que estaba junto al suyo llevaba vacío varios meses. Se estaba dando un enérgico masaje en la pierna cuando la puerta del piso deshabitado se abrió de golpe y apareció un hombre de unos treinta y cinco años, con la cabeza totalmente rapada. Ester pegó un brinco y cayó sentada al suelo.

El hombre se le acercó.

—Siento haber dejado estas cajas en medio del rellano. ¿Te has hecho daño?

—Un poquito. —Ahora la rabadilla también le dolía.

Ester alzó la cabeza y vio acercarse a una mujer más joven que él. La miró con curiosidad. Podía verle mover los pies, pero sus pisadas eran silenciosas como una gacela. «O un felino cuando acecha a su presa», pensó. Se agachó ante ella de forma un tanto extraña: apoyando las manos y un solo pie en el suelo. La corta distancia le permitió observarla con detenimiento: pómulos altos, barbilla alargada y mirada penetrante, unos rasgos que, supuso, intentaba suavizar con el color dorado de su cabello.

—¿Estás bien? —su voz sonó grave.

—Bueno…, me saldrá un buen hematoma. —Se masajeó la pierna.

—Lo siento —se disculpó el hombre—. Te prometo que en diez minutos el rellano quedará vacío.

—Ha sido culpa mía. Iba despistada y…, bueno… —Sonrió—. No sabía que tenía nuevos vecinos.

—Desde esta mañana… —aclaró la rubia mientras la ayudaba a levantarse—. Yo soy Olga y él, Jordi. —Le tendió la mano.

—Ester.

Al estrecharla, la notó firme.

—¿Ester? Creía que tú eras Antonia.

—¿Antonia? —Frunció el ceño—. ¡Oh! Entiendo la confusión. Antonia y Luis eran los antiguos inquilinos de mi piso. Aún no he tenido tiempo de cambiar sus nombres en el buzón.

—Ya. Suele pasar.

—Sí.

Silencio.

—Si no te importa… —Olga flexionó las rodillas ante una caja de aspecto pesado y la levantó sin problemas—, continuaremos con la mudanza. No quiero que nadie más se lastime.

—Sí, claro, desde luego… Bienvenidos a nuestra tranquila comunidad de vecinos. Para cualquier cosa que necesitéis, ya sabéis dónde encontrarme.

—Gracias, muy amable. —Asintió agradecida. Pero en cuanto Ester le dio la espalda, la sonrisa de Olga se borró de golpe. Intercambió una larga mirada con Jordi hasta que él señaló con su barbilla a la joven vecina.

—¡Me olvidaba! —Olga volvía a mostrar una encantadora sonrisa en sus labios—. ¿Te importaría que colocara ahí delante —señaló la pared opuesta al ascensor— una palmerita con tiesto alto y muy elegante? Evidentemente, del riego me encargo yo.

Ester se encogió de hombros.

—Pero la luz natural no llega hasta aquí.

—No te preocupes. —Mostró unos afilados colmillos—. Aguantará.

—Por mí, vale. Ningún inconveniente.

—Bien. —Señaló la pierna de Ester—. Siento el golpe. Ponte hielo.

Ester se palpó un bulto en la espinilla e hizo una mueca de dolor.

—Descuida, lo haré.

Sacó una bolsa de guisantes del congelador, la envolvió en un trapo y se la colocó encima del hematoma. Se acomodó en el sofá y decidió aprovechar el tiempo para consultar su teléfono móvil. Aparecieron las últimas noticias del día:

Esta mañana, el conocido empresario Fermín Escobar propietario del grupo inmobiliario Arcoíris y su esposa han sido hallados muertos en su propio domicilio. De momento, no han trascendido las causas de los fallecimientos. Escobar fue muy conocido en la provincia de Barcelona por la singularidad en el diseño de sus grandes edificios de viviendas.

Tres llamadas perdidas de Clara y decenas de wasaps de distintos grupos. Decidió empezar por llamar a su amiga. Buscó su número. Imaginaba que haber desconectado el móvil durante el fin de semana la habría intranquilizado. Sus labios dibujaron una sonrisa. Volvió a recordar el fin de semana. Se mordió el labio inferior. Suspiró.

Joan Mur y ella decidieron pasear por la playa. Querían estar solos y habían esperado aquel momento toda la mañana. Se acercaron hasta Calella de Palafrugell, un pueblo de casitas blancas, puertas azules y barcas sobre arena dorada. Caminaron por la orilla del mar cogidos por la cintura y se dejaron envolver por el relajante sonido de las olas. Charlaron y rieron. Se sentían cómodos el uno con el otro.

El paseo terminó al pisar la playa. Corrieron sobre la fina arena que se metía entre los zapatos y les dificultaba la carrera. Ester gritaba entre risas un ¡no! poco convincente. Joan la seguía cada vez de más cerca. Poco tardó en alcanzarla y hacerla caer sobre la caliente arena. Jadeaban risueños. El sol caía sobre ellos sin piedad. Ester cerró un ojo para protegerse de los rayos solares y Joan se movió para provocar sobre ellos algo de sombra.

—Este año no me sentía con ánimos para celebrar mi cumpleaños, pero reconozco que ha sido el mejor de mi vida… —le acarició la mejilla con dulzura—. Gracias a ti.

Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en el moreno rostro de la joven. Sus ojos brillaban. Ajenos a la envidia que provocaban en los bañistas de su alrededor, la pareja se entregó a un largo y sensual beso.

Aún con arena metida entre el cabello, regresaron al Toyota Prius. La felicidad había llenado el corazón de Ester. Era incapaz de pensar en el ayer o en el mañana, solo deseaba sentir, vivir el presente. Quería gritar a los cuatro vientos que aquel encantador ser de intensos ojos azules quería estar con ella. Ya nada tenía la misma importancia. Al fin, había encontrado su alma gemela.

Sonó el interfono y Ester aterrizó en la realidad.

—¡Por fin! ¿Dónde te habías metido? —gritó una voz conocida por el telefonillo—. He estado a punto de llamar a la policía.

Ester rio.

—Anda, sube.

Clara Vila y ella se conocían desde el instituto, pero su amistad no se afianzó hasta que se reencontraron en el laboratorio del doctor Martín, donde trabajaban como técnicas.

—¿Ya ha terminado la comunión? —preguntó Ester en cuanto su amiga entró por la puerta.

—Sí. —Se dejó caer sobre el sofá—. Estoy reventada. He ayudado a mi primo con el reparto de los detalles para los invitados y me he transformado en taxista durante unas horas. Iba a encerrarme en mi casa, pero he preferido comprobar si mi mejor amiga estaba viva.

Ester volvió a reír.

—¿Y por qué no iba a estarlo?

—Dímelo tú: te he enviado un montón de mensajes y te he llamado varias veces, pero no respondías. Me tenías muy preocupada —le dijo—. Te vas sola a Girona durante un fin de semana con gente desconocida y no sabía si te había pasado algo.

—He estado incomunicada.

Ester se sentó junto a ella y estiró la pierna con la bolsa de guisantes congelados encima del hematoma.

—¡Dios mío! ¿Qué te han hecho?

Sonó una carcajada.

—Nadie me ha hecho nada. Solo me he tropezado con las cajas de mudanza de mis nuevos vecinos y los de Girona son desconocidos para ti, pero yo los conozco.

—Sí, ya, lo recuerdo. Los conociste en tus vacaciones por Egipto de hace dos años… —su voz sonó burleta—. Como si eso fuera garantía de salud mental.

Ester meneó la cabeza risueña.

—¿Y en ningún momento se te ocurrió llamarme para decir que estabas bien?

—¿Qué te ocurre, Clara? ¿A qué viene esta exagerada preocupación por mi integridad física?

Su amiga vació los pulmones con un largo suspiro.

—Me gusta mi trabajo y quisiera conservarlo…
—Se encogió de hombros—. Me preocupan los despidos de los departamentos de I+D y de Recursos Humanos.

Ester le cogió de la mano.

—Tranquila, no han despedido a nadie de los laboratorios. Somos necesarios.

—De momento —Meneó la cabeza—. Pero no quiero pensar en ello. Hablemos de ti. ¿Cómo te fue por Girona?

El rostro de Ester se iluminó y regresó su sonrisa bobalicona.

—Bien, bien.

Clara inclinó la cabeza y torció el gesto.

—Intuyo algo interesante. A ver, cuenta…, y con detalles.

Ester sonrió.

—Como ya sabes, Esteve y Lucía me invitaron a la inauguración de su restaurante que, por cierto, es una preciosidad. Lo han decorado…

—Al grano.

—Mi cometido era distraer a Joan, ya sabes el otro chico del grupo.

—El que Mercè —entrecerró los ojos— definió como de nariz amplia y con una novia muy pija.

—Ese mismo, pero ya no tiene novia, de momento… —continuó—. Bueno, pues, Joan no se sentía con ánimos para celebraciones, pero sus amigos aprovecharon la inauguración para prepararle una fiesta sorpresa. Para alejarlo de los preparativos, Esteve le obligó a hacerme de guía turístico. De entrada, no le gustó la idea, pero terminamos pateando las antiguas calles del Call de Girona. —Sonrió al recordarlo—. Joan es un buen guía y cuenta las historias como ninguno… En fin, que a las nueve llegamos al restaurante para cenar y fue alucinante. Daba la sensación de que te encontrabas en la Polinesia Francesa; un pequeño jardín con su cascada artificial en el fondo, unas rústicas casetas de bambú en los laterales y en el centro, una larga mesa ornamentada con velas y flores exóticas. Fue una noche mágica. Pasaron varios platos polinesios: buenísimos. Unas chicas vestidas con las típicas faldas tahitianas de flecos largos bailaron descalzas el tamuré. —Rio—. Sacaron a bailar a Joan mientras sus amigos se morían de risa y le silbaban. Y… me escogió a mí para acompañarlo con el baile…

La mirada de Ester volvió a perderse. Clara chasqueó los dedos ante los ojos de su amiga.

—Desde la noche del sábado —consultó la hora— hasta ahora falta casi un día. Venga, Ester, me lo debes.

—Bueno…, he estado todo el día con Joan y sus amigos. Organizaron para esta mañana una salida en quads y luego almorzamos. Me divertí como nunca, pero estoy molida.

—A ver, rebobina…, te has saltado las horas entre la noche del sábado y la mañana del domingo. Venga, más detalles.

—¡Serás cotilla! No hay más detalles.

—¿No hay más detalles? —Alzó las cejas.

Ester esbozó una sonrisa mientras negaba con la cabeza. Clara se acercó aún más a su amiga y le escudriñó el rostro.

—¡Te has encaprichado de Joan!

La joven morena volvió a reír.

—Es más que eso… Si vieras aquel azul de sus ojos.  —Suspiró—. Te atrapan y te impiden apartar la vista de ellos.

Clara meneó la cabeza.

—¡Qué manera de complicarte la vida! Será que no hay chicos por aquí cerca que tienes que sacarte un novio a cien kilómetros.

Ester le lanzó un cojín.

—Estuvimos hablando de ello. Creó una empresa de automatismos junto a un antiguo compañero de la facultad y pretenden arrancar un proyecto en Terrassa. En breve, vendrá para entrevistarse con un posible colaborador. Así que, si se lo aceptan tendrá que desplazarse hasta Terrassa con frecuencia. —Alargó la mano hacia Clara—. Sé que te preocupas por mí, pero me llamará.

Clara se cruzó de brazos.

—Siempre dicen: «Te llamaré», pero luego si te he visto no me acuerdo.

Ester la miró con benevolencia, convencida de que su amiga nunca entendería la profundidad de sus sentimientos.

—Clara, viven miles de millones de hombres en el mundo y solo uno te mintió. Uno no significa todos.

Su amiga se encogió de hombros.

—Suficiente para desconfiar de sus intenciones.

—Bueno —se mordió el labio—, pues piensa que mientras se aprovecha de mí, yo también lo hago de él.

—Debería aprender de ti… —Se levantó del sofá—. Nos vemos mañana en el laboratorio.

Mientras salía por la puerta, Ester echó una ojeada al moretón.

—Espero que el próximo encuentro sea menos traumático.

3

Un hermoso color verde le rodeaba y una suave brisa primaveral le acariciaba la piel. Salir a correr al aire libre siempre aliviaba sus tensiones, pero aquel día no podía conectar con el entorno. Siguió el sendero de tierra rodeado de pinos, encinas y robles. Sentía sus pisadas. Escuchaba su respiración. El desnivel acumulado había sido importante. Su camiseta naranja estaba empapada de sudor. El tatuaje sobre su tobillo izquierdo, símbolo de un corredor, brillaba.

A cuarenta metros vio el letrero. Se dirigió hacia allí y se paró. Echó una ojeada a su alrededor. Se secó el sudor de la frente apartando la gorra roja. Consultó la hora y volvió a girarse. Calculó que durante los últimos quince minutos ningún ser humano se había cruzado con él. Bebió agua de su mochila hidratante hasta que la piel de su pescuezo se erizó. Estaba cerca. Lo presentía. Quizás demasiado cerca… Quiso girarse, pero una voz femenina a su espalda se lo prohibió.

Se preguntó cómo había llegado hasta él sin que la viera o la oyera y sin perder el aliento. Sonrió satisfecho. Era buena. Muy buena.

—¿Por qué has vuelto a contactar con nosotros? Eso no fue lo acordado.

—Cambio de planes.

—No nos gustan los cambios de planes. Suelen traer complicaciones.

—Quiero estar presente cuando lo hagáis.

La mujer se tomó unos segundos antes de responder.

—Ni hablar.

El hombre dirigió una mano hacia su mochila.

—¡Eh! Cuidado —alertó la mujer.

Él levantó las palmas y las acercó con lentitud al compartimento de su mochila. Abrió la cremallera y extrajo un abultado sobre. Se lo alargó sin volverse.

—Esto hará que los cambios de planes sean menos peligrosos.

Imaginó que la mujer observaba el grueso de billetes de su interior, pero no hubo una respuesta inmediata. Le pareció escuchar una voz susurrante. ¿Le estarían dando instrucciones?

—Estaremos en contacto —dijo ella.

El hombre torció una sonrisa. Incluso las complicaciones tenían un precio. Solo había que descubrirlo.

4

Eran las ocho y media de la tarde cuando Ester entraba en el edificio cargada con varias bolsas del supermercado. Se sentía cansada después de un agotador día en el laboratorio entre centrifugadoras y homogeneizadores, pero se había propuesto empezar a comer sano y su nevera estaba vacía.

En la puerta de entrada se cruzó con Olga.

—¿Ya has terminado con la mudanza?

—Sí, por fin. —Y añadió—: Y mañana empiezo en un nuevo empleo.

—¿Cambias de trabajo y de piso?

—Y de ciudad. En realidad, solo es un traslado desde Tarragona. Trabajo para una empresa informática y me han ascendido a directora de marketing para la delegación de Barcelona.

—Enhorabuena por tu ascenso y por tu pareja. No es habitual que un hombre deje su empleo por el ascenso de su mujer.

La vecina se encogió de hombros.

—Él es escritor, así que allí donde va se lleva su trabajo. —Se produjo un incómodo silencio hasta que Olga lo rompió—: Por cierto, para presentarnos formalmente y conocer a la comunidad, mi marido y yo organizamos el viernes una merienda en nuestra casa. Estás invitada.

—¡Oh! Gracias.

—¿Te va bien hacia las ocho?

—Sí, claro. Allí estaré.

—No te entretengo más. Nos vemos el viernes.

Ester recogió la publicidad de su buzón. Bostezó. Intercambió un impersonal hola con el hijo de los vecinos del tercero tercera y se dirigió hacia el ascensor. Al momento, entró.

Iba a cerrarse la puerta del ascensor cuando una pesada bolsa de deporte cayó en su interior. Tras ella, apareció un hombre pelirrojo de unos treinta y dos años. Vestía de riguroso negro a pesar del calor. Se había doblado las mangas de la camisa hasta el codo y la había desabrochado un par de botones más de lo aconsejable. Sin pronunciar palabra, se abrió paso entre las bolsas. Ester tuvo que ceder su espacio para que él pudiera apoyar su espalda en la pared del fondo. Permaneció allí, en silencio, mientras notaba su lasciva mirada recorrer cada curva de su anatomía. Ester se movió hasta apoyar la espalda en la zona más alejada de aquel individuo. De pronto, su ajustado jersey negro de tirantes le parecía demasiado corto y demasiado estrecho. Se cruzó de brazos. Pasó la mirada por el suelo, la puerta del ascensor, los botones… Su corazón hizo un vuelco. Aquel hombre no había apretado ningún botón. Tragó saliva.

El ascensor se paró en la segunda planta. Ester cargó con las pesadas bolsas de la compra y salió. Giró a la izquierda. El hombre pelirrojo también. Su corazón empezó a bombear con fuerza. En aquella dirección solo estaban los pisos de Olga y el suyo. Metió su temblorosa mano en el bolso y buscó con torpeza las llaves. Él se paró detrás de ella, acercó la cabeza y le susurró:

—¿Salimos a tomar una copa?

—Creo que no —consiguió responder entre balbuceos.

El hombre se encogió de hombros.

—Soy Richi.

Ambos se estrecharon la mano.

—La próxima vez insistiré más, que lo sepas. —La señaló con los dos dedos índices—. Te llevaré hasta Ishtar y nos divertiremos. —Soltó una desagradable carcajada.

Sin esperar respuesta, el pelirrojo giró sobre sus talones y continuó andando hacia los dos pisos opuestos. Ella lo miró con curiosidad. Su silueta era un tanto extraña. Su cabeza y su tórax eran grandes, desproporcionados al compararlos con sus delgadas piernas. Entonces, se paró ante una de las puertas: la cuarta. ¡Claro! Debía ser el hermano de su vecina, la enjoyada. Su parecido era asombroso, aunque él fuera pelirrojo y ella morena.

Repasó por enésima vez la conversación que sostuvieron Joan y ella dos días antes. Frases como: te echo de menos, espero volver a verte… le hacían sonreír. Esperó con gran impaciencia hasta el miércoles la llamada de Joan. Le confirmaba que habían aceptado su proyecto y en dos días volvería a estar en Terrassa. Le pareció una noticia agridulce. Estaba encantada de volver a ver a Joan, pero se preguntaba por qué no le había avisado de su presencia en la ciudad cuando se desplazó para cerrar el trato.

El viernes llegó con rapidez y necesitó casi dos horas para arreglarse. Quería resultar atractiva a los ojos de Joan, pero no quería pasarse. Rebuscó durante una hora en el armario antes de decidirse por unos vaqueros, un top de color rosa pálido, un trench a juego y unos zapatos de tacón alto. Se miró al espejo y sonrió al ver el resultado. Ahora se sentía algo más segura, a pesar de sus manos temblorosas.

Consultó la hora. Hizo varias respiraciones profundas. Joan terminaría tarde de la reunión con su cliente, así que a ella le daba tiempo de pasarse por la fiesta en casa de Olga.

No le gustaba llegar pronto, así que bajó al vestíbulo y aprovechó para cambiar la tarjeta de su buzón. Después de varios años, sus vecinos conocerían su nombre. Hizo una mueca con los labios. «Si ponen el mismo interés que yo —se dijo—, ni tan siquiera se darán cuenta del cambio». Se preguntó cuántos asistirían a la merienda. Supuso que la pareja de jubilados que vivían delante de ella y que se pasaban el día viajando con el IMSERSO no estarían. Sus vecinos, el hombre de mediana edad y la hermana de Richi, el pelirrojo, tampoco estarían. «Vaya —se dijo—, desconozco incluso sus nombres». Volvió a consultar la hora. «Me da tiempo». Y empezó a leer los nombres de los vecinos escritos en los buzones. Olga Gallardo y Manel Puig eran los nuevos. Ester arrugó el ceño. ¿No eran Olga y Jordi? Continuó: Jana Ferrer y Eleuterio Ruiz eran la enjoyada y el hombre de aspecto de catedrático. Conchita Llena y Josep Capdevila, los jubilados del IMSERSO. Francesc, el chico musculoso del tercero tercera y su madre, Adelaida Mariño… Dio un bufido. «Demasiados nombres para recordar en cinco minutos», se dijo antes de darse la vuelta y dirigirse al ascensor.

Por un momento, pensó eludir la reunión, pero le prometió a Olga que asistiría. Soportaría aquella aburrida reunión para no parecer descortés hasta que Joan le llamara. Entonces, nadie la detendría y saldría corriendo a su encuentro.

Llamó al timbre, cruzó los dedos y deseó no ser la primera en llegar. La anfitriona abrió la puerta. La recibió con una alegre sonrisa y la invitó a entrar. Siguieron el murmullo de unas voces hasta el comedor. Ester se sorprendió al comprobar la cantidad de personas reunidas allí: casi una veintena.

Miró a su alrededor. Aunque sus salones tenían las mismas dimensiones, el de Olga parecía más espacioso. Al fondo, los grandes ventanales lo iluminaban con calidez. La decoración era sencilla aunque elegante, y el escaso mobiliario, caro. Observó la falta de cuadros u otros adornos. Habían arrinconado la mesa rectangular del comedor y cubierto con un mantel de fino hilo blanco para dejar espacio a los invitados. Un exquisito bufé ocupaba toda la mesa con pequeños bocadillos en pan de chapata, bandejas con todo tipo de pinchos y canapés. Las bebidas estaban algo separadas. Entre ellas, resaltaban unas delicadas copas flauta vacías.

Se acercaron al grupo más cercano. Lo formaban, ahora conocía sus nombres, Adelaida, una mujer de mediana edad, robusta y de cabello caoba que hablaba por los codos y sabía cuanto sucedía en el barrio; Eleuterio, su vecino de enfrente, era un hombre de mediana edad, de cabeza rasurada y perilla oscura. Poco sabía de él, aunque llevaran tiempo cruzándose en el rellano. Se había casado en segundas nupcias con Jana. En su opinión, formaban una curiosa pareja. No solo por los más de veinte años de diferencia entre ellos sino por el aspecto. Mientras él aparentaba ser un afable profesor de universidad, su esposa se acercaba más al ideal de elegante mujer de negocios.

—¿Qué te apetece tomar? —le preguntó Olga.

—Me vale cualquier refresco, gracias.

Sonó el timbre de la puerta.

—Disculpa. Le pediré a mi marido que te lo traiga.

Ester miró disimuladamente su reloj.

—Se ha perdido la costumbre de presentarse a los vecinos, pero esto es exagerado —comentó Adelaida—. Se han tomado demasiadas molestias para quedar bien. Deberían saber que en cuanto pasen unas semanas, más de la mitad de esos invitados se olvidarán de todo esto, y apenas intercambiarán con ellos ni media palabra
—asintió—. Ya lo veréis.

—No lo creo. —Jana sonreía—. Pienso que esto demuestra su savoir faire. Olga es ejecutiva de una importante empresa de nuevas tecnologías y está acostumbrada a este tipo de reuniones.

Mientras hablaba, Ester se fijó en ella. Sin duda, sería de esas mujeres que empezaban el día acicalándose y lo terminaban satisfechas por haber mimado su cuerpo con cremas, ejercicios o cirugía.

—El marido es escritor, pero su nombre no es conocido. —Adelaida bajó la voz—. Parece ser que trabaja por encargo —explicó mientras mordía un canapé verde—. Umm…, es delicioso, no sé de qué está hecho, pero es delicioso.

Adelaida se dio prisa por tragar. Aún tenía muchos cotilleos que contar.

—Son ricos —dijo triunfante—. Este piso hacía meses que estaba a la venta. —Se acercó a sus compañeros—. No lo vendían por el precio. Era muy caro.

—Siempre hay quien pica —Eleuterio pronunció aquellas palabras lentamente.

—… o a quien no le importa invertir —respondió su esposa, siempre sonriente—. Un gran piso en el centro de la ciudad siempre es una buena inversión.

Olga volvió a pasar junto al grupo, pero esta vez sostenía una bandeja de pequeñas pastas de hojaldre cubiertas con frutas.

—¿Unas pastitas de piña o fresa? —les ofreció.

—Yo probaré las de piña. —Ester cogió una—. Soy alérgica a las fresas.

—Bueno, por un día no pasa nada. Yo soy alérgica a la leche y cada vez que tomo un vaso, me sienta fatal
—comentó la vecina de cabello caoba—. Pero sigo bebiéndola. Nunca me ha pasado nada.

—Lo tuyo es una intolerancia a la lactosa de la leche. Mi alergia es algo más peligroso.

—¿Tomas antihistamínicos? —preguntó Olga

—Mi única prevención es no comer fresa. El menor trozo me provocaría una fuerte crisis de asma que podría matarme si no me inyecto adrenalina con rapidez.

—Mejor prueba los de piña —señaló Olga.

Ester volvió a consultar la hora. Al levantar la cabeza, observó a Jana. Con su habitual caminar ágil y elegante como las gacelas, parecía dirigirse hacia un rincón del salón. Era obvio que algo había llamado su atención. Ester la siguió. Sentía curiosidad. Quizás hubiese algo mucho más divertido que el cotilleo de Adelaida. Se hizo paso entre otros vecinos hasta llegar junto a ella. Observaba con detenimiento una cómoda fabricada en madera de caoba y marquetería.

—Demasiado clásica en comparación con el resto del mobiliario —opinó Ester.

Jana asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—Sus patas me recuerdan unas peonzas.

Sin hacer caso a los comentarios, Jana se inclinó hacia delante. Con delicadeza, pasó sus dedos cargados de anillos por las incrustaciones del mueble y lo contempló con verdadera admiración.

—Veo que sabéis apreciar un buen mueble —dijo Olga tras ellas—. Por suerte sobrevivió a la mudanza. No puedo decir lo mismo de una valiosa cerámica de Manises que rompieron. —Suspiró teatralmente—. En fin, en cuanto pase el perito del seguro podrán traerme el resto de las antigüedades.

Jana se incorporó, pero mantuvo la mirada en el mueble.

—Esta cómoda es… —la señalaba mientras un anillo de oro blanco y diamantes brillaba en su dedo— es del siglo XVIII.

—Mallorquina del siglo XVIII —precisó Olga perpleja—. ¿Te interesan las antigüedades?

Ester levantó las cejas, sorprendida. Nunca hubiera apostado por sus vecinas como conocedoras de arte. «¿De qué me sorprendo? —pensó—, si he desconocido sus nombres hasta hace apenas una hora».

—Soy tasadora en una casa de subastas en Barcelona y acostumbro a tratar con todo tipo de arte y antigüedades, pero, a título personal, prefiero la pintura contemporánea.

—¡Vaya! —Olga parecía encantada de vivir junto a una entendida en arte—. Bueno, no entiendo mucho de pintura, pero me gusta coleccionar mobiliario de estilo Luis XVI.

—Pero esta cómoda es más… moderna. —Jana acarició el mueble con patas como peonzas.

—¡Umm! —Olga dio un sorbo al cava que sostenía—. La conservo por motivos sentimentales. Fue el primer artículo que compré y no deseo venderlo. Mi colección está formada por un armario expositor precioso que contiene unos platos de porcelana decorados con mucho acierto. Hace poco adquirí un sofá de tres plazas.

—Un confidente. Impresionante… Una novedad para aquella época.

—Exacto. Precioso. Tienes que verlo.

Ester escuchó a las dos mujeres alabar las cualidades de aquellas antiguallas que, a pesar de intentarlo, era incapaz de apreciar.

Su estómago empezó a quejarse. Decidió alejarse de las coleccionistas para zamparse un canapé. O varios. Apenas había movido el pie para comenzar la huida cuando Olga se volvió hacia ella.

—¿Tú no coleccionas nada?

—Descargas de música. No termino de comprender cómo pueden transmitir emociones una mesa, un plato o un cuadro.

Jana repasó a Ester de arriba abajo con una despectiva mirada, pero se mantuvo en silencio.

Olga señaló las manos vacías de su profana vecina y le pidió disculpas por su imperdonable olvido.

—Ahora mismo mi marido te traerá una copa.

Levantó la cabeza y dirigiéndose a una persona detrás de Ester, pidió:

—¡Manel dame una copa de cava, por favor! —Y añadió dirigiéndose a Jana—: Al menos no me ejecutarán por mis obras de arte. —Rio—. No encontrarán ni un Picasso ni un Monet como los robados en casa de Fermín Escobar.

Una bonita mano masculina ofreció a Olga una copa flauta con cava.

—No es para mí, cariño. Manel, te presento a Ester, la vecina de al lado.

La joven aludida giró su cuerpo hacia el marido de Olga.

—Ho… la, Ester —la saludó.

Ester retrocedió un paso. Una helada sensación había invadido su cuerpo. Su rostro había perdido su color. Las piernas le flaqueaban. Su corazón latía como un caballo desbocado. Jadeaba. Todo a su alrededor daba vueltas. Se sentía aturdida, mareada. Luchó por no caer al suelo. No comprendía la situación. Aquello no era real. Era un sueño. Una pesadilla de la que esperaba despertar, de lo contrario, Joan Mur sería el marido de Olga.

¿Era una broma? ¿Se había equivocado? No. Durante un breve segundo, Joan pareció sorprenderse, aunque después su rostro se volvió inescrutable. Se quedó petrificada. Muda. ¿Qué podía hacer? Tan solo disimular. Con gran esfuerzo, alargó su mano para coger la copa que le ofrecían. Pero sus temblorosos dedos fueron incapaces de soportar su peso y la reluciente copa de cristal chocó con el suelo y derramó su delicado contenido. Olga se agachó para recoger los trozos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Jana—. Estás pálida.

—Me… me siento algo… algo mareada. Te… te… tengo la tensión baja. —Apoyó sus glúteos en la antigua cómoda.

—Levántate de ahí —le ordenó Olga con voz grave. La sonrisa había desaparecido—. Creo que deberías sentarte en algún lugar más cómodo. —Su tono se volvió más amigable, incluso consiguió sonreír.

—Ya me encargo yo —respondió Joan.

Joan, o Manel, cogió a Ester por el codo y la acompañó hasta la cocina. Cerró la puerta, la ayudó a sentarse en una silla y se agachó frente a ella.

—¿Te encuentras mejor?

Quiso acariciar su mejilla, pero Ester lo apartó de un manotazo.

—¡Ni te atrevas a tocarme!

Joan se levantó y se aseguró que la puerta estuviera cerrada.

—Lo siento. —Y añadió—: Gracias por no decir que me conoces. Ha sido una sorpresa verte aquí. Por poco nos descubren.

Ester levantó los ojos, ahora inyectados en sangre, y lo miró con desprecio.

—¡Eres un hijo de puta! ¿Cómo te atreves a tratarme así?

Una gota de sudor resbaló por el rostro acalorado de Joan. Olga y el resto de los invitados estaban a pocos metros de ellos.

—¿No podríamos hablarlo con calma en otro momento? —preguntó casi en un murmullo.

Ester se levantó y se situó frente a él en descarada actitud desafiante.

—¿Temes que le cuente a tu querida mujercita tu desliz, por llamarlo de algún modo?

—Ester, cálmate. Tiene una explicación. —Miró de reojo la puerta.

—¿Qué me calme? ¿Cómo quieres que me calme si acabo de descubrir que estás casado con aquella teñida aficionada al arte?

—Ahora estás muy nerviosa. —Levantó las manos a modo de barrera—. Mañana te llamo y hablamos con tranquilidad. ¿De acuerdo?

Ester empezó a aplaudir.

—Debo felicitarte por tu actuación. Tendrían que proponerte para los Goya.

—¡Psss! Por favor, Ester…

—¿Cómo pude ser tan estúpida y tragarme todo lo que me dijiste? —Apoyó las manos en la cadera y meneó la cabeza con una expresión de asco en el rostro—. ¡Vete a la mierda!

Lo apartó de su camino y salió de la cocina. Se volvió a mirarlo. Tenía el rostro perlado de sudor y se cogía de los dedos. Por un instante, le dio lástima. Desde el salón le llegó la inconfundible voz de Olga y el estómago se le revolvió. El portazo que dio al salir del piso resonó en la escalera como una bomba. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Su corazón se rompía en mil pedazos, y con cada paso que se alejaba de Joan, los perdía de uno en uno.